Cuando el aula late al ritmo del cerebro

Una mirada desde la neuroeducación y la infancia para repensar las experiencias escolares.

Las neurociencias están en auge y en boca de todos. Cada vez ocupan más espacio en las conversaciones sobre infancia y educación. No es casualidad: comprender cómo aprende el cerebro nos invita a enseñar con más sentido. El rol de la escuela y de los docentes es fundamental. Enseñar es arte pero también es ciencia. Cuanto más sepamos sobre el cerebro, más herramientas tendremos para acompañar los aprendizajes de nuestros alumnos. La ciencia no reemplaza la creatividad docente; nos ayuda a repensar nuestras prácticas y a sostenerlas con evidencia.

El cerebro es el gran director de orquesta que nos permite pensar, razonar, emocionarnos, desear, crear y vincularnos. Lo más maravilloso es que cambia con cada experiencia. A esa característica se la llama “plasticidad cerebral”. Esta cualidad magnífica nos recuerda que aprender es modificar el cerebro, poco a poco, cada vez que enfrentamos algo nuevo. Este proceso, progresivo y dinámico, deja huellas tanto con aprendizajes positivos (como la lectura, por ejemplo), como con experiencias negativas.  Cada vivencia escolar —cognitiva, social, emocional o física— ayuda a moldear el pensamiento y la identidad de los niños que mañana serán adolescentes y adultos.

Adoptar una mirada neuroeducativa con niños y adolescentes no significa contar con un recetario de actividades “mágicas”. Se trata de disponer de una perspectiva que guíe al docente sobre qué, cómo y cuándo proponer. Por eso, conviene tener en cuenta algunos aspectos al planificar las clases. En primer lugar, la luz solar es fundamental para activar el reloj biológico y favorecer el despertar del cerebro. Se sugiere abrir las ventanas, disfrutar de la luz natural y realizar actividades al aire libre en las primeras horas del día.Estos cambios pueden marcar la diferencia. Otra sugerencia es tener en cuenta que el sueño y el buen descanso son condiciones indispensables para lograr aprendizajes profundos al día siguiente. Por lo tanto, es fundamental concientizar a los alumnos (especialmente adolescentes) y sus familias sobre la importancia de sostener una buena rutina de sueño.

El cerebro aprende haciendo, sintiendo y compartiendo. El clima emocional del aula no es un detalle: es la base. Un aula donde los alumnos se sienten seguros, escuchados y valorados potencia la motivación, la atención y la memoria. También es importante mencionar que el movimiento y el juego no son recreos del aprendizaje; son parte esencial de él.

El juego genera efectos directos e indirectos sobre la estructura y el funcionamiento del cerebro. Asimismo, un aula donde se practiquen técnicas de respiración para gestionar el estrés, se convierte en un entorno más positivo y acogedor para todos. Cuando los alumnos se sienten relajados y logran controlar sus emociones, participan de manera más constructiva en las actividades. También se relacionan mejor con sus pares y docentes. Aprender con otros, dialogar y trabajar en equipo se vuelve clave para construir conocimiento. Incluso el error deja de ser un obstáculo para convertirse en una oportunidad de crecimiento.

Entonces, educar con ojos neuroeducativos es, en definitiva, educar con mayor intención y respeto.

Es reconocer que los niños no pueden concentrarse por largos períodos, que el movimiento es aliado del aprendizaje, que el vínculo emocional impacta en la memoria y que cada experiencia deja huella. Se trata de crear aulas que laten al ritmo del cerebro. Espacios donde cada niño encuentre un entorno humano, significativo y capaz de transformar su presente y su futuro.

Micaela Colombo

Lic. Psicopedagogía | Docente

Evaluación y Tratamiento en niños

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