En los últimos años, la crianza se volvió tema de debate constante. Hay discursos, teorías, posteos, expertos, consejos y contra-consejos circulando por todos lados. Pero en medio de tanta información, muchas madres y padres sienten algo en común: miedo. Miedo a equivocarse, miedo a herir, miedo a fallar. Ese miedo silencioso está moldeando la forma en que se cría hoy y, sin querer, está dejando a muchos chicos sin las herramientas que realmente necesitan.
La presión por “hacerlo bien” convirtió la crianza en un examen permanente. Adultos que se exigen ser impecables para no repetir historias, para no frustrar, para no dañar. Pero esa búsqueda de perfección tiene un costo: se pierde la presencia. La presencia real, la que mira, acompaña, pregunta, contiene y registra lo que un hijo necesita en el momento en que lo necesita.
En esta confusión, apareció un fenómeno que crece cada vez más: padres con dificultad para poner límites. No por falta de amor, sino por miedo. Miedo a ser duros, a parecer autoritarios, a reproducir viejos modelos que los marcaron. Pero los límites no son castigos: son formas de cuidado. Son una base emocional que ordena, sostiene y permite que un niño se sienta seguro. Cuando ese marco se diluye por temor al conflicto, lo que nace no es libertad, sino incertidumbre.
La otra cara del miedo es la sobreprotección
Muchos adultos buscan evitarles a sus hijos cualquier malestar, cualquier frustración, cualquier roce. Quieren allanarles el camino para que nada duela. Sin embargo, al evitarles toda dificultad, terminan quitándoles oportunidades de aprender habilidades cruciales: esperar, tolerar, resolver, negociar, defenderse. No se trata de “dejar que sufran”, sino de permitirles vivir pequeñas incomodidades que los preparan para una vida que, inevitablemente, tendrá desafíos reales.
Junto a esto, surge un fenómeno silencioso pero profundo: la delegación temprana de responsabilidades. Hay niños que hoy se encuentran ocupando lugares emocionales que no les corresponden: mediadores en conflictos familiares, acompañantes emocionales de sus padres, depositarios de expectativas adultas. Niños que terminan cuidando más de lo que son cuidados. Esta inversión de roles no solo pesa, sino que interfiere con la construcción saludable de su identidad.
En este contexto, hablar de “crianza con presencia” es volver a lo esencial. No es una técnica, ni una moda, ni una teoría perfecta. Es una forma de mirar. Implica volver a lo humano: a la atención, la escucha, el sostén, la coherencia, la cercanía. A permitirnos ser adultos imperfectos pero disponibles. A saber que errar es inevitable, pero reparar es posible. Que poner límites no es dañar, y que acompañar no es invadir. Que un hijo no necesita un adulto superhéroe, sino un adulto real.
La presencia no tiene que ver con el control, sino con el vínculo. No con hacerlo todo bien, sino con estar. Porque, al final del día, lo que más necesitan los chicos no es una madre o un padre ideal, sino alguien que pueda mirarlos de verdad, sostenerlos de verdad y ofrecerles un terreno estable donde crecer.
Más mirada. Menos perfección. Más humanidad. Menos miedo. Esa es la crianza que hace falta hoy.
Agustina Jurevicius
Lic. En psicologia / Acompañamiento a madres con hijos que padecen TCA
MN 447.

