Hace algunos días, mientras caminábamos por el parque, mi hijo se quedó observando con curiosidad a otro niño que jugaba de una forma distinta. Me preguntó, con la inocencia que solo tienen los niños: «¿Por qué él hace eso?». Hoy: La empatía frente a lo diferente.
Y en ese instante entendí, una vez más, que como mamá tengo una responsabilidad enorme: enseñarle a mirar el mundo con empatía. Porque no todos somos iguales. Y eso no está mal. No es un problema, no es un defecto. Es, simplemente, una forma distinta de habitar la vida.
Vivimos en una sociedad que muchas veces teme o rechaza lo que no entiende. Pero los niños no nacen con prejuicios. Los aprenden. De lo que escuchan, de lo que ven, de cómo nosotros —los adultos— reaccionamos ante lo diferente. Por eso es tan importante hablar con ellos, explicarles que hay niños que caminan distinto, que hablan de otra manera, que tal vez no nos miran a los ojos, pero que sienten igual, ríen igual, y tienen el mismo derecho de ser respetados y amados.
La empatía no nace sola: se cultiva. Y se cultiva en casa, en las conversaciones sencillas, en las respuestas que damos cuando nuestros hijos hacen preguntas, en cómo nos referimos a los demás.
Como mamá, creo firmemente que nuestro rol es cuidar, enseñar y formar. Formar corazones conscientes, sensibles, abiertos a la diferencia. Enseñarles que no todos los niños tendrán las mismas habilidades, que algunos necesitarán más ayuda, más paciencia, más comprensión.
Pero que eso no los hace menos. Al contrario: muchas veces, esos niños tienen una fortaleza interior que nosotros apenas podemos imaginar.
También es importante que nuestros hijos sepan que no siempre tendrán las respuestas, y que está bien.
Que lo más valioso no es entenderlo todo, sino actuar con respeto, con cariño, con la voluntad de incluir en lugar de señalar.
Hablar de esto no es un tema «especial» ni «complicado». Es parte de la vida. Y mientras más natural lo hagamos, más natural será para nuestros hijos crecer con una mirada amorosa hacia los demás. Porque al final del día, no se trata de tener todas las respuestas. Se trata de tener el corazón abierto.
Y ese es, quizá, el mejor legado que podemos dejarles.
Gabriela Colodro

Escritora, coach, mentora y mamá
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